"De todas las culturas antiguas que admiro es la de Chavín la que más me asombra. De hecho, en ella están inspiradas muchas de mis obras".
Pablo Picasso
Hace como un siglo atrás, mientras trabajaba afanosamente la tierra como todas las mañanas, Timoteo Espinoza sintió que la punta de su arado se atascaba en una enorme piedra. Fastidiado, intentó retirarla del camino, pero se dió cuenta de que era demasiado grande para hacerlo él solo, así que pidió ayuda a otros campesinos del lugar que, tras excavar largo rato con sus lampas quedaron sorprendidos al descubrir que aquella roca plana, de casi dos metros de longitud, tenía sobre su superficie, un elaborado dibujo labrado que parecía representar a un extraño dios de enorme cabeza y dientes de felino. Superada la sorpresa inicial, Timoteo se llevó la peculiar piedra a su casa donde su hacendosa mujer la utilizó, durante años, como mesa de cocina: picando cebollas, presando pollos y moliendo ajos sobre ella.
Un buen día, un viajero gringo llegó a caballo por el lugar y -cosas del destino- trabó amistad con el buen Timoteo que lo invitó a comer a su casa. Sentado a la mesa de piedra, el forastero, curioso, pasó la mano por el reverso de aquel pesado tablero y notó que tenía una serie de dibujos y relieves, así que se animó a preguntar qué clase de mesa era aquella. Timoteo, orgulloso, enderezó la piedra y se la mostró. El visitante, entonces, se quedó atónito, petrificado. Hoy aquella «mesa» se encuentra en el Museo Nacional de Antropología y Arqueología de Lima y lleva todavía
Foto:Alejandro Balaguer
el nombre del viajero italiano que la rescató. Aquella piedra era, nada menos que la «Estela Raimondi», una de las más importantes piezas líticas de Chavín, la primera Alta Cultura del Perú.
Centro mágico-religioso de la civilización más avanzada de la era preincaica, el templo pétreo de Chavín de Huántar se ubica en la provincia ancashina de Huari, a una altitud de 3185 metros sobre el nivel del mar y fue construido 327 años antes de Cristo. Entre sus muros milenarios, esta edificación de piedra congregó a hombres y mujeres peruanos que ya poseían, en aquellos días, avanzados conocimientos de arquitectura, cerámica, escultura, textilería, hidráulica y acústica. Sus misteriosas construcciones piramidales han motivado en arqueólogos y estudiosos, la formulación de las más diversas teorías que intentan explicar la verdadera naturaleza de este templo (¿o fortaleza?) que la gente del lugar conoce como «El Castillo».
El médico e historiador alemán Ernst W. Middendorf, que realizó estudios en la zona hace poco más de un siglo, lo describe así: "Que el edificio, en cuyo interior se encuentran las galerías fue un Templo y no un castillo o fortaleza, como se supone generalmente, se deduce de la forma de una pirámide trunca que siempre se encuentra en los templos peruanos y que encierra un relleno compacto de tierra; de la existencia de una escalera abierta; de la característica cámara en la plataforma; y, finalmente, del hallazgo de dos ídolos."
Para el visitante, el castillo se presenta como una extensa red de pasajes y cámaras interiores que conforman un alucinante complejo íntegramente construido de piedra. En su interior, reina una perpetua penumbra, tan sólo alterada por matemáticos haces de luz que irrumpen por los estratégicos ductos que comunican con el mundo exterior. Allí dentro, todo es objeto de maravilla o de pavor, pero acaso uno de los rasgos más increíbles sea el hecho de que, en esos misteriosos pasadizos, es posible escuchar la voz de una persona a muchos metros de distancia, nítidamente, como si la tuviéramos exactamente a nuestro costado.
Foto:Alejandro Balaguer
Es en uno de estos ancestrales corredores que una aterradora deidad de piedra crispa los nervios del viajero desavisado. Es el «Lanzón Monolítico», sobrecogedora piedra de cinco metros de altura desde cuya imponente superficie, feroces divinidades, mezcla de hombres, aves, pumas y serpientes, nos contemplan con los ojos desorbitados. La misma figura terrible que, allá por 1923, hiciera huir despavorido a un niño travieso que, casualmente, se había inmiscuido por una grieta en la piedra a curiosear en aquellas ignotas galerías. Aquel niño se llamaba Marino Gonzáles Moreno y fue él quien, años más tarde, en 1940, sirvió de fiel asistente al arqueólogo Julio C. Tello en sus minuciosas e invalorables investigaciones sobre Chavín. Aquel niño tiene hoy 84 años y el inmenso orgullo de haber dedicado toda su existencia al estudio y cuidado de esta maravilla arqueológica. Hoy, Don Marino es considerado, con justicia, el «ángel guardián» de Chavín y guarda en su prodigiosa memoria, centenares de historias verdaderamente sorprendentes.
Una de estas historias cuenta que en 1945, Chavín estuvo a punto de desaparecer a causa de un tremendo aluvión ocasionado por el derrumbe de un nevado sobre una laguna, (similar al que, 25 años más tarde arrasaría Yungay). En aquella oportunidad, el lodo y la nieve sepultaron el templo, cubrieron todas sus entradas y sellaron todas sus galerías. Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que los pobladores del lugar, damnificados por la catástrofe, comenzaron a extraer las piedras del templo para reconstruir sus casas y muchos de ellos convirtieron en chacras, el patio ceremonial. Tello y su fiel secretario, el joven Marino se encargaron de dirigir la recuperación de las paredes y escalinatas del castillo, tarea ésta que les demandó un largo y paciente trabajo tan titánico como solitario.
Pero quizás las más inverosímil de las historias que cuenta Don Marino es la que se refiere a aquel sujeto que, un buen día, se apareció exhibiendo títulos de propiedad y asegurando que sus antepasados habían pagado 20 mil pesos por aquellas tierras y que, por consiguiente, el Templo de Chavín le pertenecía. Muysuelto de huesos, el personaje en cuestión se dispuso a lotizar el área a fin de traerse abajo esas piedras viejas y construir allí una moderna urbanización. Marino, que a la sazón tenía 42 años, viajó de inmediato a Lima a dar la voz de alarma y entregó un detallado informe al Patronato Nacional de Arqueología, denunciando la atrocidad que estaban a punto de cometer. La comisión de especialistas llegó justo a tiempo para detener a aquel ejército de recios obreros que, armados de combas y barretas, parecían resueltos a no dejar piedra sobre piedra. Pese a que, en aquella oportunidad pudo evitarse la depredación, también es cierto que muchas de las más valiosas piezas líticas han desaparecido, ya sea porque fueron a parar a manos extrañas o porque la furia de la naturaleza hizo que terminaran convertidas en canto rodado, infinitamente arrastradas por la atronadora fuerza de las aguas.
Sobrevivió, sin embargo, el emblemático lanzón monolítico, al que algunos arqueólogos prefieren llamar simplemente «lanzón», pues aseguran que, al no ser exactamente una gran lanza, es incorrecto darle esa denominación. Middendorf lo describe así: "Es una figura antropomorfa monstruosa y parece representar a un enano, aunque de forma muy grotesca, pues enseña enormes dientes incisivos y colmillos, con los pies en forma de garras y cetros en las manos. Sobre la cabeza se eleva un cuádruple aditamento de adornos, compuestos de quijadas con grandes colmillos y serpientes que irradian de la cabeza, en lugar de cabello. En los dibujos grabados en la piedra hay tantos elementos semejantes, que se impone la suposición de que representan a la divinidad que, en los tiempos preincas, se adoraba en los templos."
Otros, sin embargo, han querido ver en él la imagen de un terrible dios castigador, bebedor de sangre, pero es el estudioso húngaro Tiberio Petro-León quien nos alcanza la que parece ser una de las interpretaciones más completas: «El monolito de Chavín es una wanka, que, en quechua, significa piedra de poder y tiene un carácter eminentemente religioso. Si observamos bien notaremos que tiene la forma de un colmillo de jaguar, de otorongo o de puma que
también podemos hallar en el llamado Obelisco Tello o en los muros del palacio de Tschudi en la ciudadela de Chan-Chan en Trujillo.»
«El monolito representa la imagen antropométrica de un niño recién nacido o por nacer, ya que su cabeza es tres veces más grande que el cuerpo.» Según Petro-León esto sugeriría el intento de representación de un hombre no-físico, sino ideal, espiritual. Pero el enigma no se agota allí. El monolito o wanka Chavín reúne en su pétrea superficie a los tres elementos de la trilogía cosmogónica de Chavín: águila, serpiente y felino. Muchos han afirmado que se trata de feroces deidades, de divinidades furiosamente represivas que castigan a los hombres, o que, como en el caso de las «cabezas-clavas» sirven como centinelas y -mostrando sus fieros colmillos- ahuyentan el mal. Sin embargo, Petro-León sostiene que se trata de una trilogía equivalente a la santísima trinidad del mundo católico, es decir, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo vendrían a ser el águila, la serpiente y el felino.
Pero la interpretación no es tan simple. Los tres elementos de esta trilogía estarían asociados, a su vez, a los componentes aire, agua y tierra -es decir, al hábitat de cada uno de estos 3 animales- que asociados a la presencia divina confirman esa vocación de permanente armonía con el Cosmos que se trasluce en todo el legado de Chavín. Los enigmas, sin embargo, persisten y lucen infinitos: ¿es cierto que la función de los innumerables acueductos y caídas de agua que existían en el lugar, servían para crear, mediante un sistema de compuertas, un efecto acústico que se asemejara al rugido de un jaguar gigante que atemorizara a la población?, ¿fueron alguna vez esas rocas gigantescas, los mudos testigos de sacrificios humanos para aplacar la furia de los dioses? Venga. Aventúrese en el misterio de sus milenarios recovecos. Cual sierpe sagaz, discurra sigiloso. Abra bien los ojos de águila. Aguce el felino oído. Entre las poderosas piedras de Chavín se ocultan secretos qué usted debe descubrir.
Por Monica Vecco